I
Oigo el mar y veo la luna que aparece a lo lejos. Conozco bien a la luna y al mar.
Cuando respiro, algunas arenillas se me meten por la nariz y me hacen toser, toser con el mismo tono tísico que me recuerda a mi tío Esteban cuando tosía. Mi tío Esteban nos llevaba al diminuto panteón de La Asunción cada día de muertos. En aquellos días tan grises, en los que el sol sólo salía dos veces por semana, la mortandad había aumentado y daba la sensación de que los difuntos se apretujaban como los peregrinos que viajaban a la capital —en vagones de tercera— los días de la Virgen del Calvario. Mi tío Esteban llevaba flores de Cimpasúchitl, y a Felipe y a mi nos daba un ramito con doce a cada uno. Esos radiantes botones amarillos-naranja los colocábamos en las lozas que parecían olvidadas, en las tumbas más vacías, en las de los muertos que tal vez ya no tenían quien los recordara en este mundo.
Allí en el panteón de La Asunción el olor era muy particular. El aroma de las diferentes flores se mezclaba en la claridad del ambiente que servía como crisol para fundir sensaciones y sentimientos. A mi me gustaba pasear cerca del predio sólo para degustar esa brisa que parecía provenir del mar, pero que en realidad emanaba suavemente de la tierra húmeda, tan removida, del camposanto. Cuando le pregunté al tío Esteban, me dijo que ese aroma era el aliento de los muertos.
“El aliento de los muertos huele a flores” fue lo único que dije cuando me trajeron hasta aquí, hasta esta playa fría en la que me encuentro enterrado hasta la barbilla esperando al mar.
Me dejé guiar como cordero, no tenía ninguna emoción, no sentía ira, ni apremio, ni angustia ni nada. Ahora tampoco. Sólo, contemplo el sol, ése que se oculta en el horizonte siempre amarillo del mar de La Asunción, ese que se despide encarnado por la fatiga de haber iluminado este, quizá mi último día de luz.
II
La verdad ya no me importa nada, si me muero al ratito o no me muero, es lo mismo. Mañana no nos toca sol y ya me está dando frío en la orejas; el resto de mi cuerpo ni lo siento. Trato de mover mis dedos, pero sólo percibo un burda masa sin forma que hormiguea bajo mi cabeza… Ojalá que esa ola que crece por allá, por donde alcanza mi vista, llegue hasta acá, me cubra y me ahogue al tiro. ¿Para qué seguir aquí vivo y muerto, aquí medio siendo, medio soñando? ¿Qué caso tiene que a Felipe le hayan reventado la cabeza a pedradas o que al tío Esteban lo desaparecieran así namás, como si nunca hubiera existido? El mismito día que se lo llevaron, la gente ya no se acordaba de él. Cuando preguntaba en La Asunción, los vecinos no recordaban ni su nombre, sólo alzaban los hombros y se me quedaban viendo con sus ojos llenos de incertidumbre y desconfianza. Cuando enseñé su retrato, los curiosos que me rodeaban —riéndose de mi descompostura— se volteaban a ver unos a otros llevando en sus rostros pálidos un mensaje común de incomprensión. Yo mismo, al darle una postrera mirada a la fotografía que corría de mano en mano, no pude reconocer ese rostro añejo que se desvanecía como un fantasma.
Con Amalia era otra cosa, namás me le ponía enfrente y esperaba a que me mirara. A veces sólo volteaba de reojo, suficiente para proyectarme —como dardos— esas palabras que se me subían en todo el cuerpo. ¿Será que ahora todas las palabras de mi cuerpo están muertas bajo esta arena? ¿Será que no les queda ni un grito que decirme? Con Amalia era bien distinto, namás me le ponía enfrente y esperaba a que me mirara. A veces sólo volteaba de reojo, suficiente para proyectarme —como dardos— esas palabras que se me subían en todo el cuerpo. Después Amalia me leía con sus dulces labios que me pronunciaban poco a poco, despacio, como recitándome con pausados acentos y modulaciones graves. Otras veces detenía una frase en su boca y la deshacía entre la lengua y el paladar, la diluía lentamente hasta disolverla por completo al cerrar los ojos, gritarme y evaporarse.
III
Si abro los párpados, los pececillos se me meten por los ojos. En casa, Felipe tenía un acuario con peces de colores que él llamaba Beta o Luchadores. Cuando la hembra queda preñada y llega la hora de desovar, el macho la golpea hasta dejarla inconsciente, entonces la envuelve flexionando su cuerpo en un abrazo terrible. La aprieta y apachurra como un tubo de pasta dental hasta que los huevecillos son expulsados de su cuerpo casi inerte. La hembra queda ahí doblada, casi muerta durante varios minutos, ¿o varias horas? ¿Qué tiene que ver eso con el amor?
Un erizo se me ha incrustado en la garganta. Las palabras se me traban mientras el erizo crece alimentándose de mis frases y mis sufrimientos. Crece, sus púas me atraviesan, me rompen la carne, me salen por la frente, por el cuello, por la boca; se me clavan en los labios y en la lengua, me vacían los ojos que ahora escurren y sirven de manjar a las anguilas.
Cuando los ojos se me cansan, me quedan los pensamientos, me quedan los placeres y las memorias, cuando los ojos se me cansan, las palabras se nublan y esperan a Amalia.
Amalia no me habla, no me dice las cosas con palabras. Me dice todo con su silencio o con sus ojos, con su presencia o con sus pensamientos. No me habla porque si usamos las palabras es par hacernos el amor. Sólo cuando nos da la hora , abrimos las articulaciones, movemos los labios y exhalamos sonidos como caricias que se nos van metiendo hasta hincharnos como globos; nos van llenando del tiempo y del origen. Explotamos, nos reventamos juntos y nuestros pedazos se confunden con las horas, como nuestros labios o como mi lengua perdida entre sus piernas cuando la pronuncio suavemente; cuando digo su cuerpo o recito sus besos… Por eso Amalia no habla, porque conoce los sonidos, es dueña del secreto del origen y lo comparte conmigo cuando nos da la hora. Sólo a veces, tiempos eternos, nuevos y añejos, sólo a veces, cuando nos da la hora.
Amalia es la luna y la luna me mata; a la luna la espero y me besa, me besa los pensamientos y los deseos, descarga la vida en mis venas y me alimenta como la madre o como la amante… En las noches de plenilunio yo tomaba mi itacate desde muy temprano y subía hasta la punta de la pequeña colina que se ve desde la plaza. Allí me tendía en la hierba, con las manos detrás de la nuca, y pasaba el día viendo como el cielo cambiaba de color. Entonces todo se ponía negro y en el negro poco a poco puntos blancos, estrellas que me anunciaban los sucesos, que me prevenían de la luna que yo recibía de espaldas. No quería verla ascender, quería encontrarla plena, total, hermosa amante, prohibida tentación, sempiterna de mi sangre y de mis ojos. Así de espaldas esperaba la luz de sus caricias. La resistía hasta que se paraba un momento sobre mi cabeza, eso me hacía volverme para sorprenderla desnuda, sensual, serena… Hoy la luna ya está sobre mi cabeza pero no me llama, llama y ama al mar, lo llama y el mar me cubre con su pasión y con mi muerte… Ay Amalia que no me llamas, ay Amalia que te vas.
Me están desovando en la boca los peces luchadores, pelean en mis entrañas y quedo preñado de pasados, escupo mi lengua que se va nadando como pez, como un luchador que apachurra las palabras hasta que desovan las ideas y los sonidos… Con mis ojos vacíos veo las montañas, los cielos, las cañadas y el barranco de La Asunción, la iglesia y la escuela de La Asunción; veo el kiosco de la plaza de La Asunción, donde los viejos se sientan solos a esperar a otros viejos que ocupen sus sillas cuando ellos se vayan. Me veo a mi naciendo, saliendo perezoso de entre los muslos de Amalia en La Asunción. Todo lo veo muy claro aquí, bajo las aguas que la luna me ha traído hasta esta playa fría de la Asunción.